Artificium Vaticanum
Crítica dialéctico-contrastiva de Cónclave (2024) y Habemus papam (2011)
El fin de semana pasado nos entregamos con mi señora a la vorágine de Papamanía que, tras la partida de Francisco (Buenos Aires, 17 de diciembre de 1936 - Ciudad del Vaticano, 21 de abril de 2025) y en vísperas del cónclave papal, alcanzó también a las plataformas de streaming. Sesión doble en Amazon Prime: primero Cónclave (2024), dirigida por el alemán Edward Berger, una apuesta de la angloesfera que, con prudente oportunismo, acertó de lleno en el timing publicitario; después Habemus papam (2011), la célebre comedia dramática del director italiano Nanni Moretti.
Difícilmente encontremos en el catálogo digital dos películas más inconmensurables, y es precisamente esa disparidad la que me compele a una comparación no solo seductora, sino también impostergable.
Porque en su choque se juega algo más que una diferencia de estilos cinematográficos: se enfrentan dos actitudes antitéticas en la representación de la Iglesia Católica ante las voraces audiencias del siglo XXI.
No puedo dejar de advertir que mi perspectiva es la de un escéptico en asuntos religiosos —un “agnóstico”, según la denominación más pomposa. Pero lejos de cualquier cinismo, reconozco en la fe un fenómeno humano real, capaz de dar forma a la experiencia individual y colectiva, y de cimentar instituciones tanto en su dimensión simbólica como material.
A esta distancia crítica la acompaña, no obstante, una cercanía personal que subrayo: mi simpatía hacia un compatriota argentino que eligió asumir ante el mundo el mismo nombre de fuerte resonancia cristiana que me dieron mis padres.
Desde una mirada un tanto irreverente —y acaso sacrílega—, pero con mi respeto sincero hacia los creyentes, ofrezco también algunas reflexiones sobre el legado de Francisco, surgidas de las inquietudes que me dejó una jornada doméstica de cine.
La primera clave para comprender el contraste entre ambas películas consiste en invertir sus pretensiones de verosimilitud: Cónclave presenta con seriedad exagerada una trama de intriga política sostenida con recursos del thriller policial, pero termina ofreciendo una pantomima algo ingenua de la rosca eclesiástica; Habemus papam rompe de entrada la credibilidad mediante el absurdo cómico, pero ofrece a cambio una visión desmitificante de la Santa Sede como montaje y del papado como actuación.
Cónclave propone, a fin de cuentas, una experiencia dirigida a un público moldeado por la sensibilidad de House of Cards: ambiciones, secretos y conspiraciones. En tal sentido, la película quizás no busque reconstruir el cónclave en su realidad, sino más bien plasmar la imagen que el curioso espectador contemporáneo proyecta de ese misterio sellado a los ojos del afuera.
Siguiendo la perspectiva íntima del cardenal decano Thomas Lawrence (Ralph Fiennes) —a cargo de organizar la elección—, el film se abre con el abismo que sigue a la muerte de un Papa y se cierra en los instantes previos a la proclamación de su sucesor, en un drama que despunta y se consume en el pestañeo que constituye para el Vaticano el interregno entre un pontífice y otro.
Habemus papam, en cambio, apuesta a una hipótesis más honda y respetuosa del tiempo eclesiástico: el cónclave no es un fin, sino apenas un medio, el prólogo del verdadero teatro que significa un papado.
La trama recorre el periplo existencial por una Roma indiferente del cardenal Melville (Michel Piccoli), quien —como probablemente le ocurriría a la mayoría de sus compañeros si se vieran forzados a exponer la fragilidad de sus psiquis ante la expectante mirada del mundo— sucumbe a un pánico escénico justo antes de ser presentado desde el balcón de la Loggia delle Benedizioni de la Basílica de San Pedro.
Un indicio de la divergencia simbólica entre ambas producciones reside en cómo cada una construye una atmósfera visual propia para esa institución de luces y sombras que es el Vaticano. Los mismos escenarios meticulosamente recreados —el Palacio Apostólico, la Capilla Sixtina, y otros espacios de carácter ceremonial y funcional— se configuran, a través del juego de luminosidad y opacidad, al servicio de universos de sentido irreconciliables.
En Habemus papam la iluminación es por momentos pornográfica: la cúspide espiritual que los cardenales están llamados a encarnar es desnudada bajo el resplandor impúdico de los reflectores. La breve interrupción eléctrica que inaugura el proceso —un momento de tinieblas en que los electores pierden toda orientación y las voces ansiosas chocan en el crisol de lenguas— dura solo un respiro. Los fotones vuelven enseguida a rebotar inmisericordes por toda la estancia, revelando con burla no la solemnidad del rito, sino su condición de precario artificio humano.
En Cónclave la oscuridad está cuidadosamente curada: colores pardos, días nublados, y una luz que penetra siempre a través del filtro de las lámparas y las ventanas. La tonalidad lúgubre envuelve a los actores con una densidad que convierte cada plano en un ejercicio de estilización dramática. El cónclave es exhibido, quizás más crudamente, como treta, como orquestación sacra; todo en el marco de una puesta en escena majestuosa de una potencia estética hipnótica.
Pero es esa misma gravedad, buscada de manera consciente por Berger, la que acaba por velar lo que Moretti muestra con nitidez: lo ambiguo del artilugio (¿la fumata es negra o blanca?), los miedos terrenales (¿acaso solo el cardenal Lawrence percibe el vértigo del Papado?), la humanidad del pontífice (¿y si el elegido no se reconoce en ese rol y no puede contrariar a la asamblea que lo pone en tal lugar?). Donde Moretti ilumina con una ligereza muy lúcida, Berger oscurece con una seriedad pretenciosa.
Aunque la Ciudad del Vaticano no permite que sus espacios sean filmados con licencia artística, el éxito de ambas producciones confirma que la influencia de la Iglesia Católica no se sustenta solo desde la doctrina, sino también desde su escenificación ritual. Esto puede leerse como una ratificación de lo que Giorgio Agamben identifica en El Reino y la Gloria como el corazón del dispositivo teológico-político: no hay soberanía sin liturgia, ni autoridad sin esplendor. Al poder no le basta la fuerza ni la tradición: se impone a través de su brillo seductor.
En ese sentido, la maquinaria que Cónclave estetiza y que Habemus papam desnuda encuentra su carne no en la ficción, sino en la persona concreta de Jorge Mario Bergoglio. Pocos como Francisco comprendieron que ser el guía espiritual del género humano exige performance: palabras, gestos, silencios. Su papado asume el artificio con una conciencia escénica que lo vuelve creíble no por seguir el libreto heredado de pontífices ya habituados al espectáculo público, sino por desplegar un repertorio propio, auténtico y singular.
Juan Pablo II (1978-2005) supo ser una superstar televisiva en el marco de un siglo XX de una consciencia mediática apabullante, pero quedó guardado en la retina de una humanidad que en él ya no distinguía entre el martirio y la obsolescencia. Para un millennial como yo, su porte decrépito es uno de los primeros registros del desfile de agotamiento y hedor añejo de la Iglesia Católica.
Benedicto XVI (2005-2013) tomó la decisión serena y certera de hacerse a un lado: su renuncia anticipada fue en retrospectiva un acto de profunda lucidez eclesiástica. El teólogo intuyó que nuestra época ya no toleraba la debilidad expuesta en cámara.
Agradezco que la enfermedad de Francisco no haya durado más de lo debido. Pudo irse a tiempo, con esa paz risueña que lo caracterizaba, preservando su figura intacta, sin que la finitud se le tornara una cruz más pesada que la que podía cargar.
Con la silueta de Bergoglio aún viva en nuestras mentes y pantallas, la máquina eclesiástica vuelve a ponerse en marcha. Mientras los medios afinan sus coberturas y las apuestas se multiplican como si los cardenales fueran atletas congregados a un certamen olímpico, el Estado de la Ciudad del Vaticano prosigue su curso litúrgico-administrativo, con dos milenios tras la espalda y el orbe al frente.
En esa tensión entre el apremio de la coyuntura y la parsimonia del símbolo, en este descanso ansioso que dejan las pocas semanas de trono vacante, se abre también un último eje fecundo para el análisis: una dialéctica entre teísmo y ateísmo sugerida más por las lógicas internas de las películas que por una correspondencia transparente con las convicciones de sus directores.
Cónclave sugiere implícitamente una presencia divina operando en silencio tras la obra de relojería; Habemus papam, al contrario, desactiva por completo todo atisbo sobrenatural, dejando a la vista un drama más netamente humano.
A través del profesor Brezzi —interpretado, como de costumbre, por el propio Nanni Moretti—, la perspectiva del no creyente irrumpe en la figura del psicoanalista convocado para asistir al papa que se niega a asumir públicamente su rol. Pero tras la fuga del pontífice, será la Curia misma la que quede a su cuidado: un colectivo entrañable de ancianos reprimidos que parecen necesitar tanta o más terapia (y escape) que el cardenal Melville.
El racionalismo secular que encarna Brezzi alcanza la autoparodia en la memorable secuencia en la que el psicoanalista organiza un torneo de vóley en uno de los patios de los palacios vaticanos. En vano intentará explicarle a los cardenales, por ejemplo, que un torneo a ida y vuelta le daría más tiempo al Santo Padre para reponerse. Su darwinismo apasionado —pero desconsolado— resulta un concepto extemporáneo que no comprende el absurdo consuetudinario y la inercia ceremonial que domina a la Curia.
En el caso de Berger, conviene descascarar la fachada del cónclave como artilugio para percibir el pulso inquietante que, en un logrado in crescendo, entrelaza lo milagroso con lo demoníaco. Esa ambigüedad se manifiesta en ciertas señales que podrían leerse como intervenciones divinas y en la nubosidad general de sincronicidad providencial que envuelve a los personajes, donde hasta el papa fallecido mueve los hilos desde el sepulcro. El cierre engranado de la narración intensifica esa sensación de una voluntad superior que lo dirige todo.
El clímax de Cónclave se construye a partir de la ruptura de la clausura, cuando el afuera se impone violentamente sobre el adentro, en un clima espeso de guerra santa. Esa fractura alcanza a las categorías del debate —en pasillos, comedor y anfiteatro—, donde el futuro del catolicismo se reduce a una confrontación entre conservadores y progresistas, con las mujeres asumiendo también un rol decisivo más allá de lo servicial. En ese movimiento, la película cede ante la urgencia circunstancial, perdiendo parte de la densidad religiosa que venía elaborando con eficacia.
Si algo rescato de Bergoglio es su capacidad para enfatizar un mensaje pastoral de fraternidad en un contexto global de neurosis apocalíptica, su talento para irradiar concordia en tiempos de prestidigitación del caos y la histeria colectiva.
Me doy el lujo de citar el fondo de su buena nueva en la encíclica Fratelli Tutti, que modula un espacio de interlocución donde hay sitio para fieles de credos diversos, dubitantes e incrédulos. Aclara Francisco con dominio del ethos discursivo: “Si bien la escribí desde mis convicciones cristianas, que me alientan y me nutren, he procurado hacerlo de tal manera que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad” (Fratelli Tutti §6).
Confieso, finalmente, que ambas películas me dejaron un gusto amargo, fruto de que a mi juicio se resuelven en desenlaces desoladores, alejados del vaticinio auspicioso que Bergoglio expresó la noche en que se presentó como el papa del fin del mundo.
Cónclave destiñe la arquitectura de negro complot político perfectamente calibrado al sugerir, en la elección del nuevo pontífice, la torpeza y la ignorancia de la Curia. La digna asamblea de cardenales se desdibuja en la caricatura un tanto grotesca y lamentable de un consorcio improvisado de gerontes extraviados, incapaces de comprender la profundidad, la verdad, de sus decisiones.
Habemus papam dinamita el ateísmo respetuoso del resto del film en su última escena, al dramatizar con mordacidad el autoengaño tenaz de la Curia y su negativa estructural a admitir que se ha equivocado con el elegido. Ni el papa ni los cardenales de la ficción de Moretti parecen comprender lo que en la Santa Sede es a todas luces manifiesto: el papado es un número cuya ovación es siempre póstuma.
Berger peca por defecto, Moretti por exceso. Pero quizás este juicio hable más de mi propia impostura como malabarista verbal en la cuerda floja que de los defectos menores de dos directores encomiables.
Pensando en lo que vendrá en las próximas semanas —y más allá, en el porvenir de la Iglesia Católica—, vale recuperar las recientes palabras del arzobispo de Buenos Aires, monseñor García Cuerva, quien, alejado de toda retórica espiritualizante u homenaje vacío, ofreció ante la partida física de Bergoglio un encargo de espesor material: concretar su evangelio y sostener la memoria activa de su legado a través del recuerdo de sus obras y palabras, y la emulación sincera de su ejemplo.