Estimado Nathan:
Me llamo Francisco Villar. Soy un filósofo argentino y profesor universitario.
Antes que nada, quería agradecerte por la segunda temporada de The Rehearsal. Ha superado todas mis expectativas.
Aunque pueda parecer que te escribo para halagarte, en realidad lo hago para compartirte algunas de las inquietudes que me despertó tu programa, de una provocadora profundidad filosófica y política.
Me limitaré a señalarte dos referencias oblicuas que me acompañaron mientras veía ambas temporadas: el escrito Lo posible y lo real del filósofo francés Henri Bergson, y la Carta a los hijos de Jasón del maestro de elocuencia Isócrates de Atenas.
Aun en diálogo con ambas, me propongo también desafiar sus supuestos y explorar ciertas tentaciones especulativas que me suscitó tu proyecto.
Pero prefiero no precipitarme sin antes detenerme en lo que tu serie enseña.
A fuerza de reiteración, tu experimento acaba por revelar al espectador un hecho decisivo: todo simulacro está condenado a fracasar como anticipación plena. El límite, como sabrás, no es físico ni presupuestario. El escenario podría ser reproducido con una fidelidad indistinguible para la percepción sensible. Sin embargo, entre preparación y realidad persiste un hiato temporal insalvable; cada ensayo se abre al porvenir como una vivencia interior diferida.
A este rasgo irreductible del tiempo —la imposibilidad de figurarlo sin pérdida— Bergson lo conceptualiza en tanto “duración” (durée): la conciencia fluye en sucesión, no se despliega como un tablero en simultaneidad. Aunque el duplicado del Alligator Lounge transporta a Kor al lugar del encuentro, sus estados mentales no se repiten: él no es el mismo en cada ensayo, y tampoco el día de la confesión.
Si los entornos recreados nunca son del todo idénticos —y moverse en ellos exige una disposición abierta a la diferencia—, la duración exige, de modo análogo, un ejercicio deliberado de impostura, de pacto ficcional. La práctica para Angela fracasa cuando olvida que no está tanteando ser madre part-time, que no puede limitar ese rol al tiempo en que vos la estás vigilando.
Es posible, Nathan, que estas reflexiones resulten un tanto densas para un fan mail. Como no pretendo hacer de esto un alarde teórico interminable, avanzo a la segunda referencia erudita que quería comentarte.
Isócrates se dirige a los hijos del tirano Jasón de Feras hacia el 370 a. C., tras la muerte del padre. Huelga aclarar que la epístola es un montaje literario cuidadosamente compuesto. Nos llegó inconclusa —a mi juicio— no por azar, sino porque su autor así lo creyó necesario: le alcanzó con esbozar el gesto de un proemio sapiencial, un preámbulo sin cuerpo que se entrega sin pudor al amor por la invención.
La carta propone una forma menos ansiosa de concebir la “previsión” (prónoia): un antídoto a esa obsesión por el control que tu programa convierte en método. Proyectarse al futuro no consiste en predecir los resultados contingentes de nuestras acciones, sino en decidir con lucidez quién queremos ser el tiempo que nos queda. Se trata de tensar el alma —como un arco— hacia una hipótesis vital, y orientar cada tarea cotidiana, en la medida de lo posible, en dirección a ese blanco.
Al trazar un paralelo entre vida y texto, Isócrates nos invita a atender todo asunto como el diseño calibrado de un todo orgánico y sus respectivas partes. A alguien como vos —que ha dispuesto los compases de cada escena, en temporadas que sostienen un aliento consciente, con episodios que avanzan a su propio ritmo— la reflexión no le pasará inadvertida.
Aunque quizás todo esto te suene demasiado abstracto, Nathan.
Me impresiona, de hecho, la textura corporal con la que habitás la práctica de documentarte mientras ejecutás esta forma tan incómoda de comedia. Algo en tu apuesta remite a una nostalgia analógica sin fingimientos. No debe de ser casual que la producción de la primera temporada haya tenido lugar tras la pandemia.
Aunque digas que tu trato no siempre resulta sencillo para los demás, en tus facciones se advierte una necesidad genuina de intimidad y cercanía: Kor, Angela, Adam y Remy, los copilotos, Aquiles, Colin… Contemplás a tus criaturas con el semblante risueño de un padre ante sus retoños.
Las pantallas, en tus manos, no separan: vigilan, guionan, asisten. A los actores —de primer o segundo orden— los querés oler y degustar. Tu humor desborda los dispositivos electrónicos: se vuelve tienda, objeto, gesto que se puede palpar.
Mi sensibilidad, en cambio, tiende más a lo virtual en su expresión informática y codificada. Mi imaginación se ha forjado entre innumerables videojuegos: pequeñas grandes cápsulas de prueba y error.
Si estuviera en tu posición, mi ímpetu me llevaría a derrochar el dinero ajeno en software y hardware de una inverosimilitud patológica; soñando, cual psicópata de Silicon Valley, con que el elemento 14 desplace al carbono como materia de la simulación, que el calor abrasador e inhumano provenga del frío cálculo de procesadores llevados al límite infernal de su capacidad.
Lo que vos realizás entre humanos y almacenes, yo lo volvería una exploración por un universo abierto con misiones y save games cuidadosamente curados, apenas un paso técnico más en la dirección que ya propone el método Fielder: una inmersión lúdica en versiones posibles —virtuales, programables— de lo real.
Me resulta casi natural pensar que soy el personaje de una gran orquestación computarizada, y que mi creador —sea quien fuere— me observa ahora mientras escribo (y borro, reescribo y vuelvo a borrar) este correo con la misma atención que vos, con tu MacBook colgada, escrutás cada mueca de los sujetos de tu experimento.
O quizás no sea más que un extra en el drama indiferente de un cúmulo de galaxias o de una partícula ínfima que un demiurgo aburrido, hastiado ya de su eternidad, juega a vestir con un decorado hiperreal.
Por suerte no tengo contactos con HBO ni ninguna productora televisiva.
Mi versión de The Rehearsal sería un pésimo kitsch de ciencia ficción negra, una parodia menor de Black Mirror o Carpenter, o de un grimorio de Nick Land, que haría reír a los cínicos pero preocuparía a mi señora, a mi psiquiatra y a mi mamá.
Contra estas febriles y distópicas fantasías de silicio, fue un cachetazo descubrir que, en el corazón de la segunda temporada, habías montado una suerte de fan fiction con las memorias de un piloto de avión de carne y hueso. Al encarnar y expandir con ironía el mundo que palpita en el relato de Sully, conectás con la humanidad de un modo tan profundo como singular.
Si hay una tercera temporada, ojalá sigamos viendo (¡o no!) al mismo Nathan cándido que aprende con ingenuidad, en las risas de tu reparto, que la vida es juego y que ensayar es la forma suprema de libertad.
Un saludo afectuoso,
Francisco.
Nota para los lectores no iniciados:
Para que este correo llegara realmente a Nathan, debería traducirlo a un inglés a la altura del trabajo invertido, lo cual haría que ya no fuera el mismo. No sé si lo haré, y no me parece decisivo. Por ahora, me basta con el placer del divertimiento.
La experiencia de lectura mejora considerablemente si se ha visto al menos la primera temporada de The Rehearsal. Si aún no lo hicieron, dense ese gusto.